Mi nombre es Abraham Martínez Moratón, tengo 34 años y desde mi nacimiento he vivido en la ciudad de Murcia, en el barrio de La Flota con mis padres, José y Fina, y dos hermanos, Ismael y Moisés; siendo yo el menor. Mi familia me ha transmitido desde pequeño la fe, y sin formar parte de ningún movimiento eclesial, desde bien pequeño he participado de la misa dominical en la parroquia de Cristo Rey; en la que me he ido implicando progresivamente, como catequista de confirmación, y en la liturgia, ayudando como lector durante las celebraciones eucarísticas. Si bien mi hermano Moisés murió cuando yo tenía 16 años, no estudié medicina por ese motivo; sino por hacer algo para ayudar a los demás, y estar influenciado por un amigo y unos programas de televisión; lo cual me llevó a matricularme de dichos estudios en la universidad de Murcia, y más adelante, terminé la especialidad en Medicina Familiar y Comunitaria en el Hospital Reina Sofía de Murcia, aunque para entonces, mi padre ya había fallecido.
Hacer deporte en la naturaleza con amigos siempre me ha gustado, y me ha servido para relajarme; también jugar a juegos de mesa con familiares y amigos, y ni qué decir tiene, las oportunidades de viajar conociendo diferentes personas y culturas.
En mi historia vocacional debo resaltar a Santa María Faustina Kowalska, que, a través de su Diario, me ayudó a encontrarme con el Señor por medio del cuadro y la oración de la coronilla de la Divina Misericordia. El Santuario de la Divina Misericordia de Murcia me cautivó con los Cenáculos Contemplativos de la Divina Misericordia que tenían lugar allí, y a los que comencé a asistir por mediación de catequistas de la parroquia de Cristo Rey con los que estaba en las catequesis de confirmación. Además, Santa Faustina me ha ayudado en mi vida de fe por varios motivos, en primer lugar, por el deseo de recibir el perdón de Dios, y verlo como algo muy bueno, que Dios realmente lo desea de cada alma; fomentando en mí una mayor frecuencia en el sacramento de la reconciliación, también deseaba encontrar un padre espiritual, que me ayudara a discernir en el camino lo que Dios quisiera para mí.
Recuerdo que mi encuentro personal con Cristo, de forma muy significativa, fue en un viaje de peregrinación mariana a Medjugorje en la primera semana de agosto de 2015, coincidiendo con el festival de la juventud; concretamente durante una adoración eucarística en mitad de una enorme esplanada abarrotada de una multitud de personas que adorábamos al Señor en un silencio envolvente; allí sentí un inmenso amor de Dios, indescriptible, que hizo que mi corazón se enamorara de Jesucristo. Por lo que, tras volver a Murcia, mi enamoramiento de Jesucristo persistía, y la forma de calmar mi mente y mi corazón era participando en la Santa Misa diaria, pudiendo recibir a la Santísima Trinidad dentro de mí, comulgando el cuerpo de Cristo; en esto experimentaba una alegría diferente, que me llenaba de paz el corazón. No paraba de pensar en cada jornada en el momento de acudir al encuentro de mi amado, pudiendo escuchar su palabra y recibirlo dentro de mí en la celebración de la Eucaristía. Por tanto, pasé de ir a Misa los días de precepto como algo que había que hacer, y que entendía que era necesario, a ir todos los días por propia necesidad de amor, para encontrarme con Jesucristo, el amor de mi alma.
Antes de entrar al seminario resonaba dentro de mí una frase: “Señor, aquí estoy, haz conmigo lo que quieras”. Me hizo abrirme a Dios, sin reservarme nada, y dejarme en sus manos con confianza, porque con mi corazón enamorado de Cristo, estaba dispuesto a hacer lo que quisiera conmigo.
Encuentro gran alegría al traer a la memoria cómo el Señor ha sabido hilar tan bien en mi historia personal, poniendo todas las mediaciones concretas para que fuese capaz de enterarme de que me quería como sacerdote. Esto lo descubrí por medio de la misión, haciéndome entender que me quería como médico de cuerpos y almas; lo cual aconteció en una convivencia vocacional del Seminario Mayor San Fulgencio en el mes de julio de 2016; a la cual fui por mediación de un amigo seminarista, que no iba a ir a la convivencia, pero que terminó yendo, y así, yo también con él.
A largo de los años del seminario mi concepción del sacerdote ha variado, porque en un principio la contemplaba como un hacer por Dios; las mil y una cosas que un sacerdote puede hacer para ayudar a los demás, sobre todo por medio de los sacramentos de curación, y así sanar, llevando muchas almas al cielo. Sin embargo, actualmente, entiendo el sacerdocio como un dejarse hacer por Dios, es decir, fiarse de Dios, y ponerse en sus manos, sin seguridades, sin nada propio, porque Dios quiere obrar a través de sus sacerdotes, para que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, por caminos que siempre sorprenden, siendo la humildad la principal virtud que trabajar diariamente, porque con ella uno se hace pequeño ante Dios, confía en Él, para que se haga todo según su voluntad. En resumen, el sacerdocio lo entiendo como un abandonarse en Dios, para dejarle a Él el protagonismo, procurando no ser obstáculo en sus planes.
También me viene a la memoria cuando le conté a mi madre que pensaba entrar en el seminario, y llegar a ser sacerdote si era voluntad de Dios, lo cual se lo tomó bastante mal, porque no entendía que abandonara la profesión de médico, y su pensamiento se veía respaldado junto al de mis tías, hermanas de mi madre, que también pensaban igual; y si bien, actualmente su aceptación es mucho mayor que al principio, no terminan de aceptarlo con alegría. Mi hermano y el resto de mi familia lo tomaron con agrado, aceptando mi decisión, siempre y cuando fuera así feliz. Mis amigos en general me apoyaron, aunque algunos pensaban que estaba muy equivocado y mal de la cabeza, pero todos aceptaron mi decisión y no perdí ninguna amistad por este motivo.
Actualmente, el versículo que mejor me define es el siguiente: “sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien” (Rm 8, 28). En la clave de la alegría de sentirme amado por Dios, y experimentar un enamoramiento por pate de Jesucristo, todo conviene para crecer en el amor de Dios, y si lo permite Dios, Él puede sacar siempre un bien mayor.
Concluyo con un breve mensaje final. Quien entrega su vida a Dios nunca se arrepentirá, porque solo Dios basta para ser inmensamente feliz, cumpliendo sus palabras, es decir, viviendo el Evangelio de Jesucristo. No hay nada mejor, y tal vez Dios te esté llamando a ti, querido lector, que has llegado hasta aquí, sí, al igual que me llamó a mí, ninguno somos dignos de tan alto honor, pero todos somos libres para aceptar o rechazar los planes de Dios; pero sin lugar a dudas, lo mejor, con diferencia, es dejar a Dios tomar las riendas de tu vida, y ponerte en sus manos sin seguridades, sin nada que le impida hacer de ti lo que quiera; y te aseguro que te sorprenderá, Dios es especialista número uno en sorprender; no te arrepentirás jamás si permaneces siempre con Él, y te abandonas en Él, sencillamente, confiando en Él.
¡Ánimo!